Recuerdo perfectamente mi primera radio: una ampolla de vidrio
con un pedazo de
galena dentro. Pinchando aquel extraño mineral con una especie
de punzón incorporado
al artilugio se escuchaba una emisora u otra. A veces solo se
oían ruidos, pero eran
ruidos cósmicos, misteriosos, como los que oía Dios antes de la
creación de[ universo.
Por la noche colocaba la galena debajo de la almohada y me
dormía con la oreja sobre el
auricular, narcotizado por las voces que misteriosamente
entraban en mi cuerpo. No
recuerdo ningún programa. Sólo el hecho de que, buscándole a la
galena las cosquillas,
la cabeza se llenaba de fantasmas a quienes día a día iba
confeccionando pacientemente
un cuerpo. Pensaba en mí mismo como un sastre de cuerpos. Y puse
en su hechura tal
empeño que quizá por eso salieron tan seductores los
descendientes reales de aquellos
espectros de entonces. Fíjense en Gabilondo, en Fernando
Delgado, en Germa Nierga,
en Julia Otero, en Concha García Campoy... No podrían ser más
atractivos o atractivas.
Gracias a mí, aunque ellos no lo sepan.
Echo de menos en este aniversario que no se hable más de ese
raro objeto denominado
radio. La de galena era, si cabe, más incomprensible que un fax.
Hacerla funcionar tenía
algo de ceremonia vudú. Recuerdo haber hurgado en los
intersticios íntimos del mineral
de plomo buscando voces que procedieran de Marte o de La Luna. A
ratos se colaban
en el auricular palabras extranjeras y la excitaci6n era la
misma que si me hubieran
lanzado un objeto incomprensible desde alguna dimensión
paralela. Escarbar en las
entrañas de la galena tenía también algo de ejercicio
quirúrgico, como cuando
estimulando una zona u otra del cerebro haces que el paciente
hable en idiomas o
recupere el sabor de una naranja, aunque se está comiendo una
cebolla.
Todo eso, gracias a que la herramienta de la radio, el verbo, es
el principio de la vida. A
partir de la voz puedes construir un individuo desde los pies
hasta la cabeza. Nuestras
estrellas radiof6nicas quizá no sepan que esos rostros tan
interesantes que poseen han
sido modelados por nosotros después de oírlas. Eso que nos
deben.
Juan José Millás, “Voces”
El País, 1999
TEXTO-2
EL DESEO DE ESTUDIAR
SE CONSIGUE ESTUDIANDO RUY HENRÍQUEZ
SE CONSIGUE ESTUDIANDO RUY HENRÍQUEZ
PSICOANALISTA
La palabra estudio y
todas las que se derivan de ella (estudiante, estudiar, etc.), tienen como raíz
etimológica la palabra latina studiumque significa
“interesante”.
Resulta sorprendente escuchar, sin embargo,
que tanto los profesores como los estudiantes, consideren nuchas veces que hay
asignaturas, o temas dentro de una asignatura, más o menos interesantes. Si
partimos de la idea de que lo que estudiamos (o lo que enseñamos, pues enseñar
es una modalidad del estudio) tiene que ser interesante, nos encontraremos
con que algunos campos del saber y del conocimiento nos estarán vedados.
Cuando pensamos que algo es interesante por
sí mismo, lo que realmente estamos pensando es que hay cosas que nos interesan
y cosas que no nos interesan. El interés, en este sentido, no difiere de
nuestros gustos. Entonces, lo que realmente estaremos diciendo será: “Esto me
gusta, esto no me gusta”.
Pero si esta es nuestra manera de pensar el
estudio, muy pocas cosas podremos estudiar. El gusto, como muchos otros de
nuestros hábitos, es una construcción ideológica que la familia, la sociedad y
el Estado llevan a cabo en cada uno de nosotros a través de la educación. Una
ideología que nos acompaña y que determina en gran medida nuestra forma de
vivir, pero que al tratarse de algo ideológico, sólo nos permite lo conocido y
lo familiar. Esto significa que no podré conocer otras cosas que no sean ni
conocidas ni familiares, por alejarse de mis gustos.
Ahora bien, pensando que hay cosas
interesantes per se, atribuimos a las cosas
una esencia o un espíritu capaz de capturar nuestro interés. Esta forma de
pensar, es previa al pensamiento moderno al que dio origen la Revolución
Copernicana.
El psicoanálisis, la última y más importante
de las revoluciones copernicanas producidas en el pensamiento humano, viene a
decir que no hay nada interesante per se, que todo lo interesante
lo es si previamente lo he rodeado con mi libido, es decir, con mi interés.
Por ello, si estudiamos poco, amamos poco,
trabajamos poco... significa que nuestra libido está detenida en algún lugar
del circuito que habitualmente realizamos para relacionarnos con el mundo: o
bien en un único objeto o bien en nosotros mismos. Si la libido está detenida
en mí mismo, el narcisismo es su mejor descripción. El sujeto, en esta situación,
no encuentra ningún tema más interesante que sus propios pensamientos.
Desde esta perspectiva, el estudio no sería
otra cosa que la tarea de aplicar nuestro interés, es decir, nuestra libido, a
los distintos objetos de estudio. No habría, por tanto, asignaturas ni temas
más interesantes que otros. Lo que habría sería el trabajo de enlazar aquello
que debemos estudiar con nuestro interés libidinal.
Debido a que la libido enlaza mejor con
aquellos caminos conocidos, es decir, con aquello que se hace significante, la
repetición de una tarea, de un acto producirá la ligazón necesaria para llevar
a cabo dicha tarea. Así por ejemplo, repitiendo el acto de leer, estudiar o
investigar conseguiremos que leer, estudiar e investigar se hagan interesantes
por sí mismos, independientemente del objeto al que se apliquen.
El deseo, como todo lo humano, es producto de
un trabajo. Si mi deseo es estudiar, tengo que saber que dicho deseo no es
previo a la tarea, sino que es un efecto de la tarea de estudiar. Es el ejercicio
del estudio lo que hace que estudiar se haga interesante.
TEXTO-3
Tribuna:AULA LIBRE
¿Quién cree en la educación?
Qué bueno es leer! Cada vez que comienzo un libro ya sé de antemano
que voy a encontrar una frase que me va a llegar muy hondo. Siempre
habrá una idea, un verso, un diálogo, un símil, un personaje, un giro,
una palabra; siempre sé que, oculto entre las líneas de una de sus
páginas, hay algo esperándome que parece escrito especialmente para mí.
Cuando leí El Buscón, de Quevedo, descubrí un tesoro
escondido. Al comienzo de la obra, el pícaro protagonista describe a su
madre en estos términos: '... unos la llamaban 'zurcidora de gustos';
otros, 'algebrista de voluntades desconcertadas'; otros, 'juntona'...'.
Por aquella época, un algebrista era una suerte de cirujano que se
dedicaba a curar dislocaciones o, como aclara el Corominas, un
componedor de huesos (por cierto, este curioso término también aparece
en la segunda parte del Quijote). Para mí fue todo un hallazgo
clarificador. A principios del siglo XVII, un ilustre escritor había
encontrado la definición perfecta de lo que debe ser un profesor: un
algebrista de voluntades desconcertadas. Desde entonces entiendo mi
labor de otra manera.
Pero, ¿qué es educar? 'Educar: Desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etcétera.'
¡Empezamos bien!, la Real Academia Española no cree en la educación de los adultos. En el Diccionario del español actual (1999), de Seco, se explica que educar es 'formar intelectual y moralmente para convivir en sociedad'. Uff, menos mal, aunque sea entre corchetes, éstos sí son creyentes. Así, que lo primero es animar a la Real Academia para que incluya a los adultos en su definición de educar.
Sospecho que hay muchísimas personas académicas que se niegan a ser objetos directos de este complicado verbo. Están covencidas ciegamente de que a un adulto no se le puede educar y su coletilla favorita es: 'A mi edad ya no voy a cambiar'. Pero, ¿por qué no educarnos para avanzar hacia un uso razonable del automóvil?, ¿unos programas educativos para evitar malos tratos dentro de la pareja?, ¿qué tal un jardín de infancia con sus sillitas ocupadas por políticos?, ¿ciudadanos tomando apuntes para aprender a convivir siendo tolerantes?, ¿jornadas intensivas de yoga para todos los violentos? Seguramente los gobernantes dirán que no está mal, que es una magnífica solución a largo plazo, pero que ahora hay que encontrar remedios inmediatos (véase ordenadores). O sea, que tampoco creen en la educación.
Dice Savater que la primera condición indispensable para ejercer de profesor es ser optimista. Si no creemos que nuestra labor va a dar frutos, es mejor claudicar. Un profesor tiene la obligación de creer que mediante la educación es posible cambiar a las personas, cambiarlas a mejor. Nosotros somos un referente clave para nuestros alumnos, muchas veces somos las únicas voces que les hacen pensar, y es que los centros escolares se han convertido poco a poco en islas donde unos adultos intentan mostrar a grupos de chicos y chicas que hay otra manera de pasar por la vida. Educar no es fácil y no me parece acertado que toda la responsabilidad de la educación se deje en manos de los profesores, aunque tristemente creo que esto no va a cambiar. Cuando suspendemos a un alumno, en verdad también estamos suspendiendo a sus padres, a la televisión, a los políticos, a la sociedad, a nosotros mismos. Ser profesor es difícil, pero ser alumno también lo es.
¿Y los adultos? ¿Ustedes han oído en alguna tertulia o en algún debate político una intervención parecida a esta?: 'Pues mire, me ha convencido usted. Creo que su postura es mejor que la mía, yo estaba equivocado y le agradezco muchísimo que me haya abierto la mente'. (¿A que han esbozado una sonrisa?). No debemos tener miedo a aprender, a conocer, a dudar, a equivocarnos, a elegir, a aventurarnos, a rectificar, a cambiar. Debemos educarnos recíproca y reflexivamente, unos a otros y cada uno a sí mismo, igual que don Quijote y Sancho. Somos adultos, pero no piedras. ¡Eduquémosnos!, nuestras voluntades desconcertadas nos lo agradecerán.
Pero, ¿qué es educar? 'Educar: Desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etcétera.'
¡Empezamos bien!, la Real Academia Española no cree en la educación de los adultos. En el Diccionario del español actual (1999), de Seco, se explica que educar es 'formar intelectual y moralmente para convivir en sociedad'. Uff, menos mal, aunque sea entre corchetes, éstos sí son creyentes. Así, que lo primero es animar a la Real Academia para que incluya a los adultos en su definición de educar.
Sospecho que hay muchísimas personas académicas que se niegan a ser objetos directos de este complicado verbo. Están covencidas ciegamente de que a un adulto no se le puede educar y su coletilla favorita es: 'A mi edad ya no voy a cambiar'. Pero, ¿por qué no educarnos para avanzar hacia un uso razonable del automóvil?, ¿unos programas educativos para evitar malos tratos dentro de la pareja?, ¿qué tal un jardín de infancia con sus sillitas ocupadas por políticos?, ¿ciudadanos tomando apuntes para aprender a convivir siendo tolerantes?, ¿jornadas intensivas de yoga para todos los violentos? Seguramente los gobernantes dirán que no está mal, que es una magnífica solución a largo plazo, pero que ahora hay que encontrar remedios inmediatos (véase ordenadores). O sea, que tampoco creen en la educación.
Dice Savater que la primera condición indispensable para ejercer de profesor es ser optimista. Si no creemos que nuestra labor va a dar frutos, es mejor claudicar. Un profesor tiene la obligación de creer que mediante la educación es posible cambiar a las personas, cambiarlas a mejor. Nosotros somos un referente clave para nuestros alumnos, muchas veces somos las únicas voces que les hacen pensar, y es que los centros escolares se han convertido poco a poco en islas donde unos adultos intentan mostrar a grupos de chicos y chicas que hay otra manera de pasar por la vida. Educar no es fácil y no me parece acertado que toda la responsabilidad de la educación se deje en manos de los profesores, aunque tristemente creo que esto no va a cambiar. Cuando suspendemos a un alumno, en verdad también estamos suspendiendo a sus padres, a la televisión, a los políticos, a la sociedad, a nosotros mismos. Ser profesor es difícil, pero ser alumno también lo es.
¿Y los adultos? ¿Ustedes han oído en alguna tertulia o en algún debate político una intervención parecida a esta?: 'Pues mire, me ha convencido usted. Creo que su postura es mejor que la mía, yo estaba equivocado y le agradezco muchísimo que me haya abierto la mente'. (¿A que han esbozado una sonrisa?). No debemos tener miedo a aprender, a conocer, a dudar, a equivocarnos, a elegir, a aventurarnos, a rectificar, a cambiar. Debemos educarnos recíproca y reflexivamente, unos a otros y cada uno a sí mismo, igual que don Quijote y Sancho. Somos adultos, pero no piedras. ¡Eduquémosnos!, nuestras voluntades desconcertadas nos lo agradecerán.
Esteban Serrano Marugán es profesor de matemáticas en el instituto de educación secundaria África, de Fuenlabrada (Madrid).
TEXTO-4
Antonio
Muñoz Molina. 1956. Úbeda Jaén . Estudió
periodismo en Madrid y se licenció en Historia
del Arte en Granada. Es uno de los grandes
escritores españoles contemporáneos. Un
invierno en Lisboa (1987) le proporcionó
el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica
y le descubrió como un narrador de gran hondura y
de enorme capacidad de fabulación. Su primera
novela Beatus Ille, supuso su
descubrimiento, y desde entonces su obra no ha
dejado de suscitar expectación y entusiasmo. En
1991 obtuvo el Premio Planeta por El
jinete polaco. La misma obra obtuvo el
Premio Nacional de Literatura al año siguiente.
Otras obras suyas son: Las otras vidas
(1988), Beltenebros (1989),
Nada del otro mundo (1993),
El dueño del secreto (1994),
Ardor guerrero (1995) .
En 1995 fue elegido miembro de la Real Academia
Española. En 1997 apareció Plenilunio.
Sefarad se publicó en el 2001 y en Ausencia
de Blanca en el 2002.
"El buque fantasma"
Un carguero viejo navega por los mares abrasados del trópico y no puede detenerse en ningún puerto porque ningún país le autoriza a aproximarse a sus aguas. Los pasajeros se hacinan en las bodegas, escrutan sin esperanza el horizonte oceánico, y con el paso de los días y las semanas no saben cuánto tiempo llevan a bordo ni en qué lugar del mundo se encuentran. Son más de cuatrocientos, agobiados por el calor de las chapas metálicas, bebiendo un agua tibia y turbia que sabe a óxido y a metal. Entre ellos hay mujeres embarazadas que ven acercarse con miedo la fecha en que darán a luz. Huyen del hambre, de la persecución política, del fanatismo; casi todos son vigorosos y están en condiciones de trabajar, pero en ninguna parte quieren aceptarlos, y cuando el barco se acerca demasiado a una costa vienen a hostigarlo lanchas militares con hombres armados, como si en él viajara una muchedumbre de forajidos o de enfermos contagiosos.
En 1942, viajando como refugiado en la bodega de un barco que cruzaba el Atlántico, el republicano español y judío Max Aub imaginó una obra teatral basada en la malaventura muy repetida en aquellos tiempos negros de los barcos cargados de fugitivos judíos a los que ningún país quería acoger. La imaginación se le alimentaba de las cosas que estaba viviendo, del mareo, del hedor de los cuerpos amontonados, del ruido opresivo y continuo de las máquinas. Había escapado a Francia al final de la guerra española, había sido encarcelado allí por la delación de un traidor, había estado a punto de que lo tragase para siempre la gran riada de la ocupación alemana, había sido enviado a un campo de prisioneros en el desierto del Sáhara y se había escapado de él para subir a aquel barco que lo llevaría a México, y durante la travesía fue viendo desplegarse entero delante de sus ojos el drama que escribió muy poco tiempo más tarde, fue escuchando las voces mismas que inventaba, adivinando el destino trágico de aquellos peregrinos a los que nadie quería. Escribió ese drama, San Juan, por el nombre del carguero que va de puerto en puerto sin que lo acojan nunca y empieza a hundirse poco a poco, y no llegó a verlo representado: el buque fantasma fue más fantasma todavía, porque una obra teatral que no sube a un escenario es como si sólo existiera a medias, como una música que nadie toca y nadie escucha.
Hace dos o tres temporadas, en Madrid, yo estuve en el estreno de San Juan: el viejo casco metálico y la honda bodega del barco que soñó Max Aub cobraban por fin una realidad espectacular y apremiante, y uno, desde la tranquilidad del patio de butacas, se sentía acongojado por el destino de aquellos personajes, casi notaba bajo sus pies la vibración de las planchas del buque y sentía la náusea y el miedo de la tempestad final.
Como tantos supervivientes, a Max Aub lo angustiaba la intuición de que sus recuerdos personales pudieran también ser profecías. Treinta años después de su muerte, dos o tres temporadas después de que el drama del barco sin destino se representara por última vez en el teatro María Guerrero de Madrid, su peripecia vuelve a repetirse, no en la ficción espectral de un escenario, sino en la luz hirviente del océano, en las extensiones del Pacífico y el Índico por las que navega otro buque a cuyos pasajeros nadie quiere aceptarlos: no son judíos centroeuropeos, como los de la obra de Aub y los que iban de un lado a otro por los mares al final de los años treinta, sino afganos, pero su claustrofobia será exactamente la misma, y también la espera monótona de distinguir a lo lejos una línea de costa y de quedar detenidos por fin cuando ya creían estar muy cerca de ella: se paran las máquinas del barco, se ve a los oficiales que van de un lado para otro, que hacen consultas, que tal vez miran con desagrado su cargamento humano. Los fugitivos más viejos tendrán el aire inerte de quien ya sólo espera morir; entre los jóvenes, alguno planeará saltar al agua y llegar a nado a la costa; una mujer embarazada sentirá con alarma la agitación del feto en su vientre, temerá que el hijo le nazca en ese pozo hediondo. Helicópteros y lanchas militares rondan cerca del barco como si en su interior se escondiera el peligro de una hormigueante invasión. En 1938, el año en que discurre la acción de San Juan, ya se sabía el destino que esperaba a los judíos alemanes, pero ninguna frontera se abrió generosamente para ellos. Quizá en los tiempos que se acercan no habrá alambradas ni guardias ni armas suficientes para contener la gran marea de quienes huyen de los diversos infiernos erigidos en el mundo por la crueldad humana.
Un carguero viejo navega por los mares abrasados del trópico y no puede detenerse en ningún puerto porque ningún país le autoriza a aproximarse a sus aguas. Los pasajeros se hacinan en las bodegas, escrutan sin esperanza el horizonte oceánico, y con el paso de los días y las semanas no saben cuánto tiempo llevan a bordo ni en qué lugar del mundo se encuentran. Son más de cuatrocientos, agobiados por el calor de las chapas metálicas, bebiendo un agua tibia y turbia que sabe a óxido y a metal. Entre ellos hay mujeres embarazadas que ven acercarse con miedo la fecha en que darán a luz. Huyen del hambre, de la persecución política, del fanatismo; casi todos son vigorosos y están en condiciones de trabajar, pero en ninguna parte quieren aceptarlos, y cuando el barco se acerca demasiado a una costa vienen a hostigarlo lanchas militares con hombres armados, como si en él viajara una muchedumbre de forajidos o de enfermos contagiosos.
En 1942, viajando como refugiado en la bodega de un barco que cruzaba el Atlántico, el republicano español y judío Max Aub imaginó una obra teatral basada en la malaventura muy repetida en aquellos tiempos negros de los barcos cargados de fugitivos judíos a los que ningún país quería acoger. La imaginación se le alimentaba de las cosas que estaba viviendo, del mareo, del hedor de los cuerpos amontonados, del ruido opresivo y continuo de las máquinas. Había escapado a Francia al final de la guerra española, había sido encarcelado allí por la delación de un traidor, había estado a punto de que lo tragase para siempre la gran riada de la ocupación alemana, había sido enviado a un campo de prisioneros en el desierto del Sáhara y se había escapado de él para subir a aquel barco que lo llevaría a México, y durante la travesía fue viendo desplegarse entero delante de sus ojos el drama que escribió muy poco tiempo más tarde, fue escuchando las voces mismas que inventaba, adivinando el destino trágico de aquellos peregrinos a los que nadie quería. Escribió ese drama, San Juan, por el nombre del carguero que va de puerto en puerto sin que lo acojan nunca y empieza a hundirse poco a poco, y no llegó a verlo representado: el buque fantasma fue más fantasma todavía, porque una obra teatral que no sube a un escenario es como si sólo existiera a medias, como una música que nadie toca y nadie escucha.
Hace dos o tres temporadas, en Madrid, yo estuve en el estreno de San Juan: el viejo casco metálico y la honda bodega del barco que soñó Max Aub cobraban por fin una realidad espectacular y apremiante, y uno, desde la tranquilidad del patio de butacas, se sentía acongojado por el destino de aquellos personajes, casi notaba bajo sus pies la vibración de las planchas del buque y sentía la náusea y el miedo de la tempestad final.
Como tantos supervivientes, a Max Aub lo angustiaba la intuición de que sus recuerdos personales pudieran también ser profecías. Treinta años después de su muerte, dos o tres temporadas después de que el drama del barco sin destino se representara por última vez en el teatro María Guerrero de Madrid, su peripecia vuelve a repetirse, no en la ficción espectral de un escenario, sino en la luz hirviente del océano, en las extensiones del Pacífico y el Índico por las que navega otro buque a cuyos pasajeros nadie quiere aceptarlos: no son judíos centroeuropeos, como los de la obra de Aub y los que iban de un lado a otro por los mares al final de los años treinta, sino afganos, pero su claustrofobia será exactamente la misma, y también la espera monótona de distinguir a lo lejos una línea de costa y de quedar detenidos por fin cuando ya creían estar muy cerca de ella: se paran las máquinas del barco, se ve a los oficiales que van de un lado para otro, que hacen consultas, que tal vez miran con desagrado su cargamento humano. Los fugitivos más viejos tendrán el aire inerte de quien ya sólo espera morir; entre los jóvenes, alguno planeará saltar al agua y llegar a nado a la costa; una mujer embarazada sentirá con alarma la agitación del feto en su vientre, temerá que el hijo le nazca en ese pozo hediondo. Helicópteros y lanchas militares rondan cerca del barco como si en su interior se escondiera el peligro de una hormigueante invasión. En 1938, el año en que discurre la acción de San Juan, ya se sabía el destino que esperaba a los judíos alemanes, pero ninguna frontera se abrió generosamente para ellos. Quizá en los tiempos que se acercan no habrá alambradas ni guardias ni armas suficientes para contener la gran marea de quienes huyen de los diversos infiernos erigidos en el mundo por la crueldad humana.
©Antonio
Muñoz Molina
TEXTO-5
“Todas las pompas son fúnebres”, decía Ramón Gómez de la Serna, con un humorismo funerario que se le fue acentuando con la vejez, el destierro y la pobreza. Cuando Gómez de la Serna murió, en Buenos Aires, su viuda, Luisa Sofovich, llamó a la Embajada de España para pedir que se hicieran cargo allí del cadáver, porque ella estaba muy cansada de haber cuidado al enfermo moribundo durante mucho tiempo, y porque se trataba, les dijo, de un “cadáver nacional”. Al cadáver nacional del pobre Gómez de la Serna, que tantas escaseces había padecido en vida, le acabaron dando sepultura en Madrid en el invierno franquista de 1963, con unas pompas tan fúnebres como las que él mismo habría imaginado y temido, con libreas y pelucones blancos de entierro de medio pelo y uniformes de Falange. En España,
en los países hispánicos o latinos en general, los entierros de los escritores están sometidos a variaciones tan extremas como sus propias vidas y muchas veces parece que no hubiera término medio entre la fosacomún y el panteón de glorias esculpidas en mármol, entre el ano
nimato sin esperanza y la hipertrofia de una celebridad que convierte al escritor en el símbolo de un país entero, en la apoteosis de un nombre que casi borra por comparación la realidad de la obra. (Antonio Muñoz Molina, “Penúltimas voluntades", El País 3 de julio de 2010.)
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